Artículo publicado el 21/12/2009 Ultima reactualización 21/12/2009 15:20 TU
DIARIO EL LITERAL, Deportes. Página 7
Correr expone a la máquina humana, apela a la perfección física. Durante gran parte de mi vida admiré a aquellos hombres que sometían su cuerpo al dominio de la mente, a esos chasquis robóticos que se debatían entre la gloria y el fracaso en los míseros segundos de los cien metros llanos. Sin embargo, esa admiración decayó, o para ser más justo, trocó por la observación maravillada de otro tipo de corredores. Hoy mis coberturas periodísticas son crónicas esclavas de las acciones etéreas de los competidores de una nueva forma de carrera: el metro llano.
La comunidad científica, aburrida de infinitas hipótesis, de incertidumbres cuánticas y de roces metafísicos, ha encontrado un nuevo desafío que desempolva a los adormecidos espíritus comtianos y sorprende al mundo del deporte.
Organizada por la Academia Mundial de Ciencias, la primera carrera resultó devastadora, nadie pronosticó una competencia tan exigente, que llevara al límite a la constitución corporal y mental. No hay registros históricos que relaten justa similar, no existió carrera tan épica, ni siquiera aquella que drenó la vida del mítico soldado que corrió luego de la batalla de Maratón.
Fracasaron los atletas olímpicos y los deportistas profesionales, tampoco permanecieron mucho en carrera los corredores innatos de África. Ni hablar de aquellos que se inscribieron a la competencia con ánimos jocosos: abandonaron al poco tiempo, arrepentidos y apenas a salvo, con las fuerzas mínimas como para salir de la pista.
Al principio, este humilde periodista también consideró que la competencia solo representaba un galope hacia el absurdo. Las reglas serían las mismas que las utilizadas en las carreras de cien metros llanos, pero contendrían algunas variantes que, combinadas con la ignorancia del mundillo de la prensa, estimularon los humores más biliosos de los periodistas especializados:
1) El orden de llegada funcionaría en orden inverso, es decir, el ganador sería aquel que llegara último o que más se resistiera a llegar a la meta.
2) Ningún competidor podría permanecer inmóvil.
3) Ningún competidor podría dejar de avanzar.
4) La extensión de la carrera sería de un (1) metro llano, o un millón (1.000.000) de micrones y se posibilitaría la participación de cien corredores (la pista tendría cien carriles de ancho)
Me transformé en testigo de aquella organización más por un ánimo perverso y corrupto que por curiosidad profesional. Deseaba saborear el momento en el que las inmaculadas investiduras de los científicos más prestigiosos del mundo acusaran las manchas imborrables del ridículo. Por supuesto, mi esperanza maligna nunca fue satisfecha.
Las tribunas del estadio se tupieron de burlones y buitres de la risa que, como yo, creyeron asistir a un espectáculo circense. La pista parecía una senda peatonal con cien franjas; y la meta, una línea metalizada que desde las gradas se confundía con la otra línea, la de largada. Alrededor de la pista, los científicos, jueces y auditores, manipulaban decenas de alambiques tecnológicos, computadoras con microprocesadores expuestos y de apariencia futurista, instrumentos de medición digital y microscopios de última generación.
Cuando el inicio de la carrera fue inminente nuestras risas y burlas se desinflaron. La imagen ridícula que habíamos construido en nuestras mentes se desdibujó, tachonada por los trazos de perfección positivista que mostraban los organizadores. Los movimientos previos a la carrera ya tenían presos a todos los asistentes. Lo aceptamos sin decir una palabra, ya no existía sorna, nos equivocamos y estábamos entregados, por completo, a la admiración de un hecho extraordinario, una maravilla inusitada en el mundo del deporte.
Los periodistas fuimos afortunados, nuestras credenciales nos permitieron el acceso a sectores preferenciales y desde allí pudimos tomar nota de los ejercicios previos de los competidores. Algunos oraban, otros parecían dormidos. Los corredores profesionales hacían sus calentamientos de rutina y los bromistas inscriptos junto a los que habían llegado seducidos por la cuantiosa suma del premio, disfrutaban de un enorme asado de achuras a las brasas, cuya humareda, nociva para las herramientas técnicas, despertó la furia de los organizadores.
Al momento de la partida, los cien corredores se acomodaron y sus contornos paralelos formaron la figura ideal de un solo hombre. Los jueces alistaron sus relojes, los científicos coordinaron acciones y prepararon los instrumentos. El público, invadido por la curiosidad, bramaba esperando algún estímulo novedoso para sus sensaciones. Tras una pequeña cuenta de tres sonó el disparo inicial. El silencio de las tribunas y la aparente inmovilidad de los corredores extendieron el eco del disparo. A los treinta segundos de carrera se produjeron nueve descalificaciones por quietud, los instrumentos de medición resultaron de una claridad rigurosa y cruel.
Nunca, en mi larga vida como cronista deportivo, asistí a una competencia seguida tan de cerca. Desde las tribunas, los espectadores se intercambiaban lentes, binoculares y monóculos. Todo parecía en la inmovilidad absoluta, el avance de la aguja pequeña de cualquier reloj resultaba un bólido ante la lentitud voluntaria de aquellos gladiadores de piedra.
Los burlones y buscadores de fortuna solo resistieron un par de horas, algunos cayeron cerca de la meta, exhaustos e inmóviles y fueron descalificados por quietud. Otros, mas obtusos, fueron expulsados cuando los jueces detectaron sutiles pero vanas maniobras de retroceso.
Luego del primer día, los conversos, con actitud respetuosa, comenzamos a informarnos respecto de los mecanismos de medición. Efectuamos entrevistas a los científicos organizadores y comprendimos la naturaleza heroica y sobrehumana de los competidores. Accedimos a cálculos primarios en los que se proyectaban unos sesenta y seis días totales de carrera, quienes comprendimos el verdadero tenor de aquella epopeya del autocontrol organizamos nuestra agenda para asistir a la pista durante todas las jornadas de competencia. Solo en el paso de un día hacia otro era posible percibir a simple vista (aunque con mucho esfuerzo) el avance de los corredores.
Lógicamente, las tribunas se vaciaron rápidamente. Luego de dos semanas, en el estadio solo quedamos los periodistas, los científicos y los corredores. Ocasionalmente se acercaban curiosos que intentaban comprender el espectáculo, pero debido a la indiferencia de los científicos y la tacañería profesional de los periodistas, se retiraban completamente decepcionados y, tal vez, en búsqueda de alguna actividad de apariencia mas dinámica. Pasados los dos meses de carrera solo quedaban nueve corredores y nuestros corazones latían más lentos, pero cada sístole y diástole nos provocaba la vibración de un timbal salvaje en el pecho.
Debo adelantar que de los cien corredores, solo tres competidores traspasaron la meta, treinta y tres fueron descalificados por quietud y doce perecieron en la pista, víctimas de la destrucción física y la derrota mental. Los cincuenta y dos restantes abandonaron en distintas instancias de la competencia.
Debido a las polémicas muertes y al desgaste físico de los competidores (que eran alimentados por medio de inyectables) se conformaron grupos de protesta, guiados por antitaurinos espoleados de frustración y dirigentes expulsados a trompadas de la liga pro-abolición del boxeo. Las manifestaciones no pasaron de un par de escaramuzas callejeras en las puertas del estadio ya que las muestras de tesón y voluntad de los que se mantenían en la pista arrasaron con la retórica de los protestantes y los empujaron a la curiosidad. Los grupos no se difuminaron, pero mutaron en conjuntos de observadores críticos que seguían las instancias de la competencia con el mismo fanatismo que los demás asistentes.
Pasados los tres meses, y cuando solo restaban recorrer veintitrés mil micrones del millón que conformaban la pista, uno de los últimos cuatro competidores, Sir. Anthony Burks, abandonó por propia voluntad. Burks había arrancado la carrera con un peso de ciento setenta y siete kilos, y debido a un desempeño brillante en la severa competencia, su cuerpo consumió los recursos sobrantes y lo transformó en un gelatinoso y delgado hombre de sesenta y dos escasos kilos. En el mismo instante en el que dejó la pista, una sombra de pena le oscureció la mirada y la voz. No disimulaba el llanto y pese a los consuelos de todos los que asistimos a su derrota, Burks regresó a su Inglaterra natal envuelto en una depresión asesina. En menos de un año recuperó su peso y, poco tiempo después, murió a causa de un infarto masivo, tras un atracón de suflés de manzana.
Todos lo vimos, el competidor inglés se distrajo por el aroma proveniente de una manzana acaramelada. Recuerdo cuando Burks giró su cabeza y por brevísimos instantes dejó en libertad a su cuerpo. La distracción resultó fatal, se adelantó cuatro milímetros y quedó alejado del resto, solo ante la meta, a cuatro mil micrones de distancia del resto, una distancia enorme e irrecuperable. Hasta aquel día todos pensábamos que el inglés tenía el potencial mental necesario para llegar al oro, pero aquel desliz lo bajó de la grilla de candidatos. El obeso siniestro, oculto en algún rincón de su nuevo físico, lo traicionó con una zancadilla rastrera.
Aunque Burks no ocupó un lugar en el podio, me veo en la necesidad ética de relatar su participación, pues mas allá de su muerte, creo, en común opinión con el entorno periodístico, que fue el competidor que representó con mayor fidelidad a las potencialidades y debilidades humanas. Descansa en paz Burks y ojala que en tu reposo final hayas digerido el resabio venenoso de las manzanas.
El tercer lugar fue obtenido por un científico alemán que sorprendió a los espectadores. Su profundización única en el campo de la botánica lo había dotado de comportamientos y recursos que sobrevolaban lo inexplicable. Hanss T. Lobumm se desplazaba como un perfecto vegetal y en sus preparativos previos a la carrera había exigido, como únicos alimentos inyectables, agua y un preparado a base de extractos de salvias vegetales proveniente de su laboratorio. Para su decepción el preparado funcionó demasiado bien, pero sus cálculos fueron erróneos. La carrera se extendió demasiado y Lobumm se vio sorprendido por la primavera. Desde el 21 de septiembre, su componente vegetal tomó fuerzas inusitadas y su voluntad cedió. El preparado vegetal lo impulsaba, le renovaba las energías y en los días soleados el alemán parecía realizar esfuerzos gigantescos para no extender los brazos hasta la meta. Fue demasiado, la primavera atentó contra su promedio de velocidad y lo arrojó hacia el final. Al traspasar la meta no hizo declaraciones, solo pidió agua, mucha agua, y se sentó a esperar el desenlace final de la carrera. Se llevó la preciada medalla de cobre.
La contienda final fue un derrame meloso y espeso de euforia, una lágrima caracoleana. El vencido fue el italiano Vicenzo Gamba, quien luego de una gloriosa demostración de resistencia fue el penúltimo en cruzar la meta. Cuando los periodistas lo abordamos, casi ahogado por un llanto de emoción, nos aseguró que en muchas ocasiones estuvo a punto de retractarse, de abandonar la lucha, sin embargo, el fruto mas destacado de su árbol genealógico lo inspiró a seguir. Antes de sentarse a descansar miró hacia atrás y permaneció unos segundos observando al último competidor, al único que quedaba en la pista. En un gesto de humildad suprema se volvió a los periodistas, señaló a quien lo había derrotado y expresó: "Eppur si muove". Vicenzo Gamba recibió la medalla de Plata y fue condecorado por el senado italiano.
Por fin, luego de una tensión alienante y tras 115 días, 17 horas, 46 minutos, 40 segundos, 90 centésimas y 77 milésimas de carrera, el ganador cruzó la meta. El hombre mas lento del planeta, según la Academia Mundial de Ciencias, fue el mexicano Juancho “tardo” Ramírez, un hombre de contextura estrecha, que apenas coordinaba algunas frases sueltas.
El triunfador no parecía disfrutar de la gloria. Se hizo del gigantesco premio monetario ofrecido por la Academia y desapareció para siempre. No cedió a pedidos de la prensa ni a solicitudes científicas, tomó su cheque, posó para las fotos y caminando, al ritmo más vertiginoso desde el inicio de la carrera, se alejó del estadio. Todos recordamos su cara demacrada, su piel resquebrajada por el clima y sus miembros esqueléticos. Antes de fugarse del mundo, el mexicano Juancho “tardo” Ramírez, ganador de la primera carrera del “metro llano”, levantó su medalla dorada y solo emitió una frase para la prensa “La meta es como el ocaso, un agujero espantoso que nos atrae, y que tarde o temprano nos traga… como la ballena a Jonás”.
Al día de hoy parece imposible acceder al paradero de Ramírez, nadie sabe donde se oculta, no hay datos respecto de su ubicación. Su madre, Doña Ana Ramírez, entrevistada en Nogueras, pueblo nativo del “tardo”, no colaboró demasiado con la información, solo aseguro que Juancho era un hombre feliz, que disfrutaba cada instante de existencia. Cuando se la interrogó acerca del modo de vida de su hijo, doña Ana dejó escapar una sonrisa milenaria y antes de encerrarse en su casa solo dijo “Juanchito no fue hecho para este mundo sin siestas, siempre fue muy perezoso”
Los instrumentos de medición indicaron que Ramírez se desplazó a la asombrosa velocidad de seis micrones por minuto o, para los técnicos más exigentes, a un angstromio por segundo.
Luego del éxito de la primera carrera, los seguidores del metro llano se han multiplicado geométricamente. Somos un público heterogéneo compuesto por científicos, investigadores, deportistas de todo tipo, oscurantistas, curiosos, periodistas, escapistas, magos, religiosos diversos y muchos aficionados más a los cuales no sería tan simple de agrupar con un solo calificativo.
Hasta hace un tiempo nadie lo dudaba, el “tardo” Ramírez era el hombre más lento del planeta, pero con esta nueva edición, tras cuatro años de preparativos, todos esperamos un nuevo record mundial. Ninguno de los competidores anteriores figura inscripto en esta edición, según los ex – corredores, el desgaste corporal y mental que produce la participación en el metro llano requiere media vida de recuperación.
El millón de micrones será recorrido nuevamente, los cuerpos de apariencia inmóvil avanzarán, ahora con más técnica y preparación, la fiesta deportiva comenzará en unos días. El mundo del deporte acude maravillado a un estadio remodelado con la pista colorida y rodeada de nuevos elementos de medición, instrumentos con precisión más aceitada y capacidad de medición a nivel atómico. La Academia Mundial de Ciencias ha recibido apoyos económicos cuantiosos y los medios ya no están ausentes en el evento, incluso se ha pergeñado un canal de televisión con cobertura permanente de la carrera.
Un pequeño temor revoletea entre las meninges de los científicos organizadores, está relacionado a la imposibilidad de calcular la duración de la competencia, pues si las técnicas de ralentización humana han progresado, tal vez la justa llegue a su final tras varios años de competencia. Posiblemente, el lapso de cuatro años entre carrera y carrera deba ser derogado.
Como periodista, estoy dispuesto a dejar de lado la cobertura de otros eventos deportivos. Ya no me enfervorizan las dinámicas de balones y músculos, ahora solo espero el momento culminante, cuando estalle el disparo de largada y el silencio pétreo eleve al centro de atención a los titanes de la engañosa inmovilidad.
DATOS DEL AUTOR
NOMBRE Y APELLIDOS: Mariano Pereyra Esteban
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